miércoles, 3 de agosto de 2011

OPERACIÓN LIBERTAD AMAZÓNICA, este cuento mio ahora es tuyo

Léelo con gusto, lo escribí con la finalidad de despertar una conciencia, basta con que despierte la tuya para que todas las horas de esfuerzo y sacrificio invertidas en la creación de este cuento haya valido la pena.
Puedes compartirla con todo el mundo, tan solo dame el crédito.
Autor: Arquímedes Vílchez Cáceda, Dni 18120635,Iquitos-Perú



OPERACIÓN LIBERTAD AMAZÓNICA

I

De un tirón leí una ajada y amarillenta portada de periódico que encontré al limpiar uno de los deteriorados bolsillos de un viejo y olvidado maletín de viajes que estaba a punto de tirar al tacho de basura.
Yo estaba en cuclillas. Cuidadosamente extendí aquel frágil trozo de celulosa sobre un par de sicodélicos mantos shipibos que colgaban de mis muslos, multicolores tejidos bordados a mano por sufridoras mujeres de la etnia amazónica shipibo que tiempo atrás me los obsequiaron en compensación a algún servicio médico realizado. Mientras leía el descolorido titular, sentí que los fosforescentes trazos de las telas reptaban sobre mis rodillas; vívidas y alucinantes simbologías ancestrales se pusieron a flotar en mi pequeño y claustrofóbico departamento de alquiler ubicado en el noveno piso de un espigado edifico limeño en la calle Brasil cuadra 13.
Terminada la lectura sufrí un sacudón memorístico, las casi ilegibles letras develaron información clasificada, archivada hacía mucho en la inexpugnable bóveda del olvido. Millones de mis excitadas neuronas, bajo el influjo de milivoltios despolarizantes, dejaron escapar unas peligrosas escenas, prisioneras hacía mucho, mucho tiempo.
Me quedé en una pieza, recordando, recordando…….
Un tiempo pasado llegó a mí transformado en infinitos instantes.
Súbitamente una avalancha de aromas y visiones familiares inundaron totalmente mi conciencia. De la nada, el enrarecido aire acondicionado de mi cuchitril se cargó de fragancias frutales y aromas aleña humeante, y, el pungente olor acre a cachivaches guardados mutó al vaho cálido y eterno de flores putrefactas y aguas fermentadas.
Frente a mí aparecieron abigarradas imágenes de Inahuaya, un paradisiaco pueblito tropical amazónico perteneciente a otro mundo, y que desborda todos los sentidos.
Tras mis globos oculares aparecieron cientos de chocitas de madera techadas con hojas de palma, frescas viviendas erigidas sobre palafitos que como cagadas de gallinas salpican un rosario de sinuosas colinas tapizadas de verdor; nada menos que las alturas rezagadas de los imponentes y orgullosos y amoratados y áridos andes sudamericanos que languidecen y agonizan sumisamente sobre la vasta llanura fluvial de la Amazonía.
Inahuaya es una palabra shipibo, que traducida al léxico de Miguel de Cervantes significa “camino del tigre”; su nombre hace honor a los enjambres de exóticos felinos que se desplazan orondos sobre las coquetas faldas desfloradas por el viril y continuo serpenteo del principesco rio Ucayali que aguas abajo engendra al amo y señor de los ríos terrenales: el Amazonas.





II


Emocionado solté una sonora carcajada que atronó el aire, deshizo las simbologías shipivas que saturaban el ambiente y revolvió recuerdos que creí desvanecidos.
A mi mente vino como un ensueño mi primer día como médico rural, y recordé a mi primer paciente: Legión.
El día aquel de hace ya muchos años era espléndido. Medio centenar de alumnos del único colegio secundario del distrito deambulaban por el pueblo en estado de trance, tropezando penosa y grotescamente, aturdidos por la estridente luminosidad del cíclope amarillo que al medio día devorabacon fruición sus frescas y juveniles sombras.
Hasta mi centro de salud llegaban sus gritos agudos. Sus sollozos lastimeros resonaban amortiguados tras las colinas como si viniesen del más allá, confundidos con los sonidos lejanos de la selva cerrada.
Al verlos quedé petrificado, los adolescentes se movían como tortugas deprimidas, arrastrándose con los codos sobre Gólgotas sin cruces ni jesuses. Sus rostros ateridos de pavor derritieron mi coraza emocional y mi corazón traqueteó desbocado como si la largada del gran Premio Villapadiernase corriera en ese instante entre mis ventrículos.

Aquellos niños grandes de afeitadas cabezas y sudorosas pieles que brillaban como caoba barnizada, lanzaban espumarajos de zombis rabiosos al tiempo que simulaban ejecutar golpes de machete con el borde de sus cuadernos, o apuntaban al cielo con sus índices crispados realizando mímicas de percuteo a aviones invisibles, o se enroscaban entre los matorrales como ovillos llorosos ocultando el rostro entre las manos,o caían de hinojos a tierra tal reos patibularios, o se sumergían en charcas de fango tratando de ocultarse de las apocalípticas visiones de bolas de fuego que incendiaban sus recuerdos.
Boquiabierto, apenas atiné a persignarme como monjita putañera. No tenía ni la más remota idea de cómo enfrentar aquella situación ilógica y rocambolesca, y si bien acerté con el diagnostico de: Histeria Colectiva, su terapéutica me era tan insoluble como la cuadratura del círculo.
Ante aquel singular festín de psicoanalistas y loqueros pregunté asustado, ¿Diosito, quéme hago con tanto chalado?
Gracias al cielo recibí la providencial ayuda del curandero local quién mandó al tacho mi diagnóstico y desestimó las inyecciones endovenosas de diazepam que pretendía aplicar en sus culos a diestra y siniestra, cuyo objetivo ponerlos a hibernar bajoterribles 33 grados centígrados de temperatura.
El chamán atribuyó el caso amagia negra provocada por Fulgencio, un extranjero asentado en el pueblo. La terapia chamánica que el vejestorio implantó, consistió en danzar efusivamente alrededor de los escuálidos chicos mientras vociferaba en sus oídos ícaros ancestrales, arrojaba bocanadas de humo de tabaco sin filtro sobre sus rostros y formaba tres cruces en sus frentes con excrementos de recién nacido; para finalmente declararlos curados tras propinarles un par de sonoras bofetadas.
Quedé estupefacto al ver que los jovencitos volvían en si a los pocos minutos, y dejándome llevar por la máxima “donde fueres, haz lo que vieres”, ni corto ni perezoso procedí a imitar aquellos efectivos aquelarres.
Sufrí quemadura de laringe al soplar el astringente humo de tabaco húmedo que me hizo lagrimear como una Magdalena, improvisé una coreografía inspirada en Los del Rio y exorcicé a los muchachos al son del pegajoso y olvidado ritmo de “La Macarena”; también debí recitar improvisados conjuros parafraseando a García Lorca y finalmente tras persignarlos con mierda, les repartí dos sonoras cachetadas de payaso esquizofrénico.“Verde que te quiero verde”…plash!, plash!.......................................



El dolor del ácido láctico producto de la contracción sostenida de mis pantorrillas me despertó del ensueño, abandoné las cuclillas e hice trizas al mensajero del pasado que había cumplido a cabalidad el cometido para lo cual fue celosamente guardado: recordarme que yo tenía una historia que contar.


III

Inahuaya. Febrero 2005.
La rutina de aquel remoto e ignoto pueblito amazónico viró 180 grados el día en que un larguirucho forastero de andar desgarbado, cabeza rapada y paso presuroso descendió de uno de los herrumbrosos barcos fluviales que diariamente atracan en el precario puerto formado por troncos superpuestos amarrados por lianas y cadenas que impresionan xilófonos de gigantes.
Arrastrando dos pesadas maletas de aluminio que resplandecían ante la furia solar, el recién llegado se dirigió al ayuntamiento a grandes zancadas, allí se presentó ante el alcalde como el coronel Fulgencio Trujillo, un soldado ecologista llegado en son de paz desde la lejana España.
En el pequeño auditorio de la municipalidad distrital de Inahuaya, el desconocido disertó que un espeluznante apocalipsis se cernía sobre la sociedad inahuayina, explicó con minucioso detalle que una coalición extranjera vendría muy pronto a invadir la zona, dijo que miles de soldados llegarían a tomar aquellas tierras por la fuerza y a nombre de toda la humanidad. Tras su agitada alocución, debió sufrir la indiferencia del alcalde que lo arrojó de su despacho obsequiándole una sarta de souvenires fabricados con amenazas y groserías.
Pese a la renuencia de la autoridad a apoyarlo en sus planes militares, el advenedizo decidió quedarse a vivir en el pueblo.
Fulgencio construyó una casita bajo la sombra de un frondoso árbol de capirona, en la cima de una de las colinas más elevadas del pueblo. Sobre el techo de su vivienda puso a flamear un chillón estandarte verde limón fosforescente, y bajo el dintel de la puerta colgó un enorme cartel que a la letra rezaba: Cuartel General de la Resistencia Amazónica.
Todas las mañanitas, aupado sobre las altas ramas de la capirona, Fulgencio oteaba el horizonte con unos poderosos binoculares de combate, disfrutaba espiar a la gente amazónica y se sorprendíaal observar sus diarias epopeyas en pos de la supervivencia ,anonadado apreciaba un tejido de actos genuinamente humanos hilados consimples experiencias cotidianas.
Al enfocar en dirección al cauce del Ucayali, Fulgencio apreciaba a los agricultores cultivando sus yucas y plátanos en las oquedades que hacían en los bosques al derribar árboles y quemarlos para así crear sus plantaciones, ¡qué acerados músculos recubiertos con pieles acartonadas que se asaban y refulgían bajo el ardiente sol tropical!; al girar en dirección a rio Ucayali veía los enormes y curtidos brazos de los esforzados pescadores emergiendo de anchas y robustas espaldas trapezoidales. Fulgencio se maravillaba de aquellas anatomías tonificadas cuyo arduo trabajo generaba sudores profusos que llegaban a incrementar ostensiblemente el caudal del rio. Llegó a admirar a aquellos seres capaces de hercúleos esfuerzos que no dejan lugar a los acúmulos de vergonzantes grasas epidémicas por las que la humanidad del siglo XX y XXI será severamente juzgada en el futuro, considerando el imperdonable agravante que paralelamente a tantas bolas de grasa, existían en las antípodas, millones de niños famélicos, hueso y pellejo, pellejito y huesito nomás.
Ni que decir que Fulgencio pecó de voyerista, es una lástima que no pueda narrar más de ello, pero ten certeza de que si esta fuera una página de playboy gustoso te contaría su relamido gusto por las bellas muchas amazónicas, kamikazes del amor y seductoras bombas de sensualidad.


IV


Fulgencio se presentó a la comunidad como un soldado ecologista llegado de ultramar, no se cansaba nunca de vociferar a cada instante y a los cuatro vientos, que pronto Inahuaya y los demás pueblos de sus alrededores serían invadidos por una coalición internacional que vendría a arrebatarles sus bosques y el agua de sus ríos.
Fulgencio intentaba a como dé lugar, convencer a los hombres y mujeres de Inahuaya que su misión era adiestrarlos en el arte de la guerra y prepáralos para defender sus vidas y su entorno. A todo el mundo invitaba a sus charlas, sin embargo, y a pesar de sus denodados esfuerzos, carecía de prosélitos.
Intentando atraer gente, ideó una interesante estrategia que consistía en proyectar películas de acción en el Cuartel General, sin embargo a su búnker multicolor apenas acudían un par de pelagatos. Dentro, un enorme mapa de Sudamérica yacía extendido sobre una mesa de bella caoba laqueada, gruesos trazos de plumón rojo delimitaba el territorio que las fuerzas de la coalición invadirían, se trataba de un área elíptica de 7 millones de km enclavada en el corazón mismo de Sudamérica: la Amazonia; en el punto donde correspondía al distrito de Inahuaya, un alfiler sostenía un cartón con el rótulo: Área 41. Terminado de proyectar alguna película de la saga de Rambo, un eufórico Fulgencio, con trismus mandibular de estreñido y tesitura de mando castrense, insistía que pronto serían invadidos y que ellos y ellas debían estar preparados para resistir aquel ultraje, que debían luchar por sus vidas y evitar ser recluidos en cárceles de máxima seguridad en una isla dictatorial donde vivirían enmarrocados y vistiendo túnicas color de mandarina.
La suerte de Fulgencio mejoró cuando grupos de vivaces adolescentes empezaron a frecuentar el cuartel a ver películas, a burlarse de sus exposiciones y a embutirse de las golosinas queles invitaba. Agazapados como mansos tigres de circo ante el domador furibundo, los adolescentes oían de la boca de Fulgencio que terroríficos ejércitos venidos de oriente y occidente arribarían a Inahuaya para apoderarse de una mercancía más cara aún que el petróleo: el agua necesaria para fabricar sus coca-colas, sus gatorades y sus redbulls.
Día a día y golosinas tras golosinas los jovencitos eran instruidos en tácticas y estrategias militares, Fulgencio los convenció aunirse al batallón del área 41 y les explicó que utilizarían la “guerra de guerrillas”, que constituian un ejército no convencional y que basándose en las estrategias del terrorismo y sabotaje desgastarían a las superpotencias invasoras encabezadas por los americanos. Estos arribarían amparados por enésima vez en una apócrifa resolución de las Naciones Unidas, que ala letra constituiría una orden de desalojo: expropiar a favor de la humanidad el respiradero mundial de manos de 9 pueblos bananeros que no supieron cuidarla y que solo engendraron caos y muerte tras la careta del narcoterrorismo y la corrupción.


V


El plan de Fulgencio consistía en una réplica de la resistencia vietnamita a la invasión americana. La “resistencia amazónica” tenía planeado construir 10 veces más túneles de los que cavó el vietcong, 25000 kilómetros debían intercomunicar lugares claves denominados Nuevo Hanói, Nuevo Saigón, Nuevo Mekong.
Fulgencio convenció a los jóvenes a cavar túneles, explicándoles que tan solo bajo tierra podrían estar a salvo de las terribles bombas de napalm, pesadillas infernales que caerían del cielo con estallidos de mil tormentas eléctricas, bolas de fuego arrasarían las verdes colinas de Inahuaya transformándolas en cerros áridos carcomidos por ríos desvitalizados color de las cloacas.
Todos los domingos de mañana, Fulgencio reunía a un pequeño y bullicioso batallón de adolescentes de ojillos inteligentes y rostros tiznados de betún. Los imberbes soldados de la resistencia amazónica marchaban orondos por el pueblo, luciendo ante las jovencitas sus botas militares mal adaptadas a sus callosos pies acostumbrados a andar de patitas en el suelo, mientras saludaban gallardamente a las damiselas con sus camisetas verde oliva de camuflaje amarradas a sus muñecas a modo de pañuelos.
Ya en las afueras del pueblo, el instructor realizaba bárbaras demostraciones de arrojo y valor, introducía sus fauces en la oquedad de un perro recién degollado abierto en canal y mordisqueaba como caníbal las vísceras sangrantes y palpitantes, al tiempo que con el rostro transformado en una feroz máscara de carnaval los arengaba a imitarlo.
Tras obligarlos a cavar túneles bajo el ardiente sol que baña la floresta amazónica, pasado el medio día retornaban al pueblo. Los muchachos avanzaban cabizbajos, dando pasitos cortos como robocops faltos de aceite y las mandíbulas trabadas como ratones con rabia. Al paso de las huestes de la resistencia los perros corrían a ocultarse como si viesen fantasmas, evitaban ser manjar de hordas de gallinazos que a esa hora describían lentos y macabros giros circulares sobre sus cabezas leyendo desde lo alto el delicioso menú del día: perro a la intemperie en salsa de hierbas silvestres aromáticas.
Detrás dela tropa iba Fulgencio, vociferando chuscadas y frases zahirientes e ingeniosas en detrimento de la moral de los futuros invasores.
Al llegar a la colorida plazoletita del pueblo, Fulgencio ordenaba romper filas y de inmediato los valerosos soldados de la resistencia amazónica corrían a cobijarse bajo las faldas de sus madres.



VI

En las tardes Fulgencio se sentaba a orillas del rio Ucayalia disfrutar de una belleza que envicia, a paladear el fulgor del horizonte infinito y los mil y un matices del fabuloso bosque tropical que se dilata como chicle de hortela. Su mente buceaba en la turbiedad del tiempo a la espera de unos maravillosos segundoscuando el destello solar se extingue en la agonía del verde y el cielo se enrojece de pronto mostrando por un instante la vulva virginal de doña Natura.
Al caer la noche el verdor de la agobiante espesura de aquel mar de matorrales adquiere una negra densidad que posee fuerza sobrenatural. En medio de aquella negritud Fulgencio reposaba acompañado apenas del susurro del cálido viento que mece las frondosas hojas de los arboles, pacientemente esperaba el ingreso de la antípoda ecológica de la orquesta de Berlín que al llegar agitaba su cuerpo como un océano tormentosos; flautas, trombas, oboes, clarinetes, timbales y violonchelos daban paso a una mágica y caótica orquesta interpretada con delectación por seres del bosque, croares de ranas, pitidos de cigarras, chillidos de grillos, bufidos de búhos, secos ladridos de perros, húmedos barítonos de jaguares y sonidos fantasmagóricos. Deleitado con aquel espectáculo maravilloso, Fulgencio se quedaba dormido.
Muy de mañana pasaba revista a una tropa inexistente, siete nombres eran gritados desgarradoramente y a voz en cuello, cada cual seguido de un gutural ¡presente! Tras realizar su extraño ritual, Fulgencio volvía a dormirse acurrucado entre gramalotes y carrizos.
VI

Fulgencio fue el segundo paciente que atendí en Inahuaya.
Caía la alienante tarde que narro, cuando al Centro de Salud acudió el alcalde acompañado de este. La autoridad solicitó un reconocimiento médico legal para su acompañante debido a que tenía un rosario de chichones en el cuero cabelludo.
Afuera en la calle esperaban pacientemente un grupo de enfurecidas madres, que acusaban a Fulgencio de brujo, y deseaban seguir acariciándolo a escobazos.
Entre las paredes verde esperanza de mi vetusto y desvencijado centro médico, a duras penas sostenido con maderas apolilladas, Fulgencio aceptó ser el responsable de la histeria colectiva.
“Tal vez sometí a mis muchachos a demasiada presión, los entrené para evitarles dolor, no quería verlos sufrir como los beduinos iraquíes que habitan las candentes arenas de Mesopotamia, donde la ausencia de agua obliga a beber los propios orines. Por error de mi gobierno fui enviado a combatir en las arenas donde morael gran Nabucodonosor, en Latifaya mi gente cayó abatida en una emboscada militar organizada por civiles, fuimos calcinados y machacados por tormentas de plomo escupidas de boca de fusiles kalashnikov y granadas RPG. Nuestros atacantes nos confundieron con espías norteamericanos y nos hicieron papilla. Demoré, más al fin entendí que los descendientes de Nabucodonosor defendían su tierra, algo que yo también hubiese hecho si botas militares made in USA pasearan orondos por La Mancha”.
No le creí en absoluto. Por mis visitas a manicomios conocía de sobra que aquellas dos luces de sialitíca de quirófano que brillaban en sus ojos azules no era otra cosa que inmensa locura. Yo sabía desde hacía mucho que era difícil no perderse en los laberintos de la mente y lo más probable que antes de arribar a la Amazonía el único caimán que Fulgencio había visto en su vida era el lagarto Juancho en la televisión y el logo de Lacoste en alguna camisa de algodón.
Antes de proceder a examinarlo, Fulgencio debió sacarse una deslucida y agujereada camisa de camuflaje que le daba aspecto desaliñado, se tendió boca abajo en una camilla y noté que era tan alto que sus grandes botas militares colgaban flotantes en el aire.
Me fijé en su tétrica desnudez y en su frágil humanidad, sus ojos tenían profundos pliegues de un tiempo sufrido.
-¡señor alcalde déjeme quedarme en el pueblo!- suplicaba, ¡esta es la vida que siempre he deseado vivir, yo no le he hecho daño a nadie!.
-créame Fulgencio, se lo juro por mis hijos que hago un enorme esfuerzo para evitar que las madres que esperan afuera lo despellejen vivo, destripar sus mascotas fue hasta gracioso, pero no así embrujar a sus niños, sin mi protección en pocas horas usted sería alimento de pirañas.
Un cielo teñido de negros presagios despidió al forastero aquella media noche. Medio centenar de madres verdes de ira y purpuras de rabia empujaron a Fulgencio al interior de la primera nave fluvial que pasó.
Al día siguiente me fijé en un doblado papel caído bajo la camilla. Era una página de portada. Aquella era la primera vez que la leía.


DIARIO EL MUNDO
Domingo 30 de noviembre 2003. Año XV. Número 5,017.
SIETE AGENTES ESPAÑOLES MUEREN EN UNA EMBOSCADA EN IRAK
Dos vehículos civiles en los que viajaban 8 miembros del Centro Nacional de Inteligencia fueron atacados a 30 kilómetros al sur de Bagdad. Solo uno sobrevivió, el coronel Fulgencio Trujillo….

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